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martes, 9 de octubre de 2018
Escoria de Odess.a.
La Organización de Antiguos Miembros de la SS devenida en un recuerdo inconexo de ancianos con ojos fríos tuvo su último santuario bajo la soleada primavera del 49 en la ciudad portuaria de Odesa, conocida en ese entonces como la Perla del Mar Negro.
Del otro lado del océano y muchos años después de la depresión elíptica del mediterráneo. Natacha Zimmerman esperaba pacientemente todas las tardes la llegada del colibrí a su jardín, disponía muy cerca de las tostadas una latita con agua dulce como símbolo de hermandad. Compartía, de esta manera, su pequeña mesa con el ave. Ella le llamaba "beija-flor rebelde" porque nunca se había dejado acariciar por la anciana. Los años de médica en Brasil habían incorporado muchos términos coloridos a su lengua; fina, bien articulada y atravesada por la robustés del polaco materno.
Esa siesta, como era su costumbre de las últimas dos décadas en su casa de las sierras, antes de acostarse abría las ventanas y se tapaba con frazadas para descansar disfrutando el aroma del Jazmín Amarillo.
Esa misma siesta, un sueño recurrente y poco habitual volvió a tocar sus puertas como lo hacía desde niña alternadamente cada 4 o 5 años, esta vez llegó justo para la víspera de sus 90 años... Eso fue lo primero que pensó al despertar sudada y con poco aire, como si estuviera llevando la cuenta.
Tantos años de terapia habían disuelto las imágenes de sus compañeras del colegio acostadas boca abajo junto al cordón cuneta en el atracadero del puerto de Odesa, pero había una en particular que su cerebro ocultaba muy delicadamente bajo una codificación que el día a día no conseguía descifrar. Natacha suponía que era así porque no se trataba de un recuerdo gráfico, sino de un sentimiento apretado en un gesto, una mueca. Así fue la expresión en el rostro de Sussan, su vecina, al girar con sus características trensitas y flequillo que siempre le habían causado envidia a Natacha. Su mirada desesperada en lágrimas y las escamas de pescado brillando como perlas en la frente cuando su padre apoyó la punta del zapato para ladearla suavemente desde la pulcritud de la vereda y dio la orden de separarla de la masa de detenidos durante el pogromo.
Esta vez recordó también esa voz de niña aguda, desde el suelo agradeciendo ser su mejor amiga y el regocijo que sintió por el nacimiento de un favor inolvidable para ambas, e impagable para Sussan. Por lo menos eso es lo que recuerda de ella, quien en menos de 24 hs ya estaba desapareciendo camino a Kiev junto a sus padres y hermanos menores.
La vida de Natacha no fue fácil en esa época, como la de tantos humanos durante la segunda guerra mundial. Aunque siempre estuvo del otro lado del escritorio, conservaba algo en común con el resto de los sobrevivientes. Esas ganas innatas de vivir, de no remover las piedras y caminar descalza por la tierra fértil que la abrazó como un segundo vientre en las Américas.
Natacha no se había permitido amar por el designio de procrear. Su vientre se encontraba seco por el viaje en barco y la sal del mar que tantos niños vio arrojados por la borda. En el living entre recuerdos de viajes se distinguían casi 50 diplomas que avalaban su profesión de ginecóloga y partera. Miles de niños y niñas habían conocido sus manos antes que el mundo. Miles y miles más producto de ellos vendrán... Ella los atendía como si se tratase de su propia descendencia, su única oportunidad... para comenzar de nuevo.
J.C.C.
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