No sabemos como llegaste aquí, ni lo que estas buscando, pero esto es con lo que te vas a encontrar

miércoles, 18 de enero de 2012

EL ABANICO


Por Ali Alvo 



Gracias a sus habilidades con la pluma, todos los días fabricaba un abanico de palabrejas ampulosas, rechonchas, tristes como unas gárgolas descoloridas y lo lucía, pavonéandose ante su acobardada audiencia.

martes, 17 de enero de 2012

Tuve una clara intuición del origen de todas las cosas y no es para tanto

Por Juan Gabriel González.

La Casa Luminosa estaba en ninguna parte y en todas a la vez. El Padre,
un anciano malhumorado, gobernaba con mano de hierro a un montón de
chiquillos permanentemente aburridos, porque en la Casa Luminosa sólo
había reglas, y la primera de ellas prohibía todo tipo de diversión. Cuando
los niños preguntaban por su mamá, sólo recibían como respuesta la mirada
llameante del Tirano. Todo en la casa revelaba la ausencia de una mano
femenina: su carencia de adornos, de cortinas, de cualquier detalle que pudiera
alegrar la vista y matizar la espartana austeridad reinante, que parecía emanar
directamente del amo.
La segunda regla prohibía abrir las ventanas. Los niños tenían gran
curiosidad, ya que no sabían qué había fuera de la casa. Por más que forzaban
la vista, no lograban percibir cosa alguna en el exterior. Así como blanca era la
casa, negro era el vecindario; el color más negro y compacto que uno podría
imaginarse.
El más travieso de los niños tomó coraje un día y preguntó al patriarca:

- ¿Qué hay fuera de la casa, Padre?
- Nada. O si prefieren, la Nada. Es algo absolutamente desagradable
e inconveniente para los niños. Por eso tienen prohibido asomar
su nariz fuera de la ventana. ¡Y no me hagan repetírselo!

El Anciano no se hubiera atrevido a confesarlo, pero la Nada era el
origen de su permanente malhumor. De hecho, se ponía peor cuando se daba
cuenta de que se hacía mala sangre por nada. Le hubiera gustado eliminar a
la Nada, y también, si lo forzaban un poco a confesarlo, a los niños. ¡Eran una
verdadera lata! En realidad, le parecía que lo más decente era que existiera
sólo Él, y no hubiera más que luz por todas partes. Pero también había
pensado que para mantener su individualidad necesitaba de otros individuos.
Y para que hubiera luz tenía que haber tinieblas. ¿Cuándo se había percatado
de todo eso? Ya no se acordaba. La gente no se da cuenta de lo difícil que es
estar al mando. ¡Qué cruz! Si hubiera alguien más para echarle la culpa de este
perpetuo aburrimiento…¿A quién se le ocurrió que la Existencia era la gran
cosa? Y así seguía, sumido en su Augusta depresión.

El niño travieso había heredado como ningún otro la genialidad del Padre.
Así, decidido a salir del perpetuo aburrimiento, inventó el primer juguete que
haya existido: una honda. Rodeado por sus curiosos hermanitos, buscó el
objeto que habría de servir como primer proyectil. Desprendió un dorado botón
del traje de etiqueta del Padre, y lo colocó ceremoniosamente en la honda.
Todos contuvieron la respiración cuando el pequeño comenzó a estirar y estirar
la goma que sujetaba al botón. Unos segundos después, el proyectil salía como
una bala, cruzaba el amplio salón y penetraba en las tinieblas por un pequeño
agujero redondo que acababa de hacer en el vidrio de la ventana.
Los niños contemplaron absortos hacia la noche eterna que acababa
de ser penetrada por un objeto brillante. La masa negra pareció comprimir
hasta al infinito al pequeño botón, que estalló con increíble violencia. Luego
de este sorprendente acontecimiento sólo quedó flotando, frente a los amplios

ventanales luminosos, un sutil vapor, que pronto se condensó en una infinidad
de pequeñísimos puntitos de materia. Los fragmentos más grandes brillaban,
perforando el inmenso vacío negro, mientras que los más pequeños giraban en
torno a los mayores.
Desde su habitación, el Padre observó atónito el resultado de la travesura.
Cuando estaba por estallar su cólera tonante, su Omnisciencia le presentó
un espectáculo increíblemente agradable. Por primera vez el júbilo lo invadió,
y si hubiera podido, habría ido a besar al travieso. Pero se contuvo, por una
cuestión de principios. Mientras, desfilaba ante sus ojos la sucesión temporal
recién creada por el botón y la Nada. Veía multitudes de seres similares a Él,
pero pequeños e insignificantes como bacterias. Y esos seres venían a rogarle,
se arrastraban a sus pies, le hacían ofrendas, y así interminablemente, por los
siglos de los siglos. Y podía castigarlos una y otra vez, y matarlos por millones,
con la peste, las guerras, el hambre, las inundaciones. Y eran tantos y tan
tenaces, que podían soportar un desastre tras otro y seguir adorándolo. ¡Era el
Paraíso!
Aunque en escala menor, los niños también podían concebir el futuro del
universo que el travieso había creado.
- ¡¿ Pero qué hiciste, hermanito?!, dijo Mansaluz.
- Me parece que me mandé una macana, respondió Lucifer.