Subterráneo I
El sujeto se
golpea contra las paredes, las tantea con las manos haciendo movimientos torpes. Desde detrás del vidrio observo que grita, que
tiene los ojos abiertos, pero no puede ver. Veo también que ha entrado en
pánico. Sé que su cuerpo produce suficiente adrenalina como para sostenerlo así
por lo menos unos diez minutos más antes de descompensarse. Es entonces que me
excita observarlo. Es ese instante en el que el sujeto desiste y se entrega por
fin al abandono cuando realmente lo poseo. No puede ver porque está intoxicado.
Acá no puedo oír sus gritos, pero grita mucho. Sé que está sufriendo y es esa
certeza la que me estimula. Está desnudo y sangra, aunque no sé exactamente
donde está herido. Quizá el muslo.
Se cayó y
golpeó la cabeza.
Pasan un par de
minutos y no se levanta. Quizás entre a verlo. Es solo una contusión. El
desmayo durara poco, pero el intervalo es suficiente para poder tocarlo.
Juraría que eso lo excitó.
Vuelvo a la
sala de observación. La espera me pone ansioso, la ansiedad me pone duro y
comienzo a pajearme y mientras me pajeo lo miro tirado.
Tengo la verga
dura y no creo aguantar mucho más, pero aguanto porque tengo esperanzas de que
se despierte antes de lo pensado. Por un momento me distraigo y veo una vena
hinchada en el costado de mi verga. La toco y el cilindro cede aplastado por mi
dedo. Lo levanto y la vena vuelve a bombear sangre. Esta es mi verga, los
cyanes, azules, rosas y ocres se mezclan modelándola. La tengo erguida y recta,
bien recta. Eso define mi personalidad. Soy astuto, agudo y certero, siempre
enfocado. Nada me desvía ¡esta es la verga de un hombre! Y cuando está dura me
exige trabajo, una gran irrigación para mantenerla. En la contemplación me dejo
ondear por los pensamientos y casi pierdo la erección, pero la salvo
masajeándola. Miro el reloj. Las tres am. Es tarde por demás así que acelero el
ritmo y acabo abundante semen que corre por la mano, por mi verga y el
pantalón. El sujeto sigue en el piso y lo miro extasiado. ¿Sabrá? ¿Se dará
cuenta algún día cuanto hizo por el placer del Hombre? El semen se vuelve un
poco más fluido con el correr del minuto e inmóvil siento como una gota cae por
entre mis piernas. El sujeto empieza a moverse.
Intersección I
“No hubo ni
habrá lugar en mis pensamientos para otra pregunta que la que me habita”
Desde que reconozco al mundo como tal, esto ha
sido así. Una esquina allí, un vasto parque allá, el suelo debajo y el cielo en
la bóveda. Él, ella, ellos, tu y yo. El perro, los árboles y la pregunta ¿qué
hay detrás de la puerta?
Y es que ya lo
dije, desde que el mundo es mundo sólo ha habido y aún hay una sola puerta. De
hecho, sólo conocemos el concepto de puerta gracias a esta única pieza. Los
habitantes no conocemos el plural para puerta, nos es imposible pronunciarlo.
El mundo no sabe más de una puerta. Toda edificación carece de ella y se es
libre de entrar y salir a gusto. El mundo entonces mantuvo hasta el día de hoy
una lógica, un orden. El orden se sustenta en la existencia excepcional de esta
puerta.
Ninguno de
nosotros sabe responder la pregunta. Tampoco desvariamos demasiado en las
conversaciones. Nos limitamos a saludarnos con cortesía unos a otros y, salvo
leyendas que persisten en el hablar, la memoria es un vaho perenne. La puerta
se encuentra en un pequeño rancho no muy lejos de mi casa, oxidada y bloqueada.
Nadie puede abrirla. Habla una leyenda que detrás de ella no hay nada. Otra que
por ella se pasa solo al interior del rancho; que un viajero pudo abrirla y
volver, pero al regresar la memoria se disipó prontamente y la más difundida es
que detrás de la puerta se encuentra el punto. El punto es la intersección de
todas las razones que hacen que nuestro mundo sea mundo, mantenga su orden.
Modificarlo implicaría para estas gentes consecuencias evidentes. Olvido
mencionar dos cosas, la primera, mis coetáneos son, por nombrarlos de algún
modo, ordinarios. Y la ordinariez copula con la mediocridad. Cualidades que se
prestan sólo y de manera irónica en seres inteligentes, con un encéfalo
altamente desarrollado y una exquisita capacidad para el lenguaje. Pues claro
está, un perro no puede nunca ser ordinario ni mediocre sino a través de la
mirada humana. La segunda cosa que olvido contar es que acercarse, y mucho más
abrir la puerta está terminantemente prohibido. Yo no creo una explicación tan
absurda. Es por eso que, dispuesto a revelarles a todos la verdad, intenté
destruir la puerta a patadas en más de una ocasión, pero la chusma siempre me
detuvo antes, aterrada. Me castigan con incansables azotes, penas de encierro,
vejaciones que sólo me daban más ganas de romper la puerta y escapar. Ahora
montan una recelosa guardia en torno al rancho y debía yo ingeniármelas para
poder acercarme. Por eso hoy no voy a fallar.
Guardo conmigo
un viejo machete cubano oxidado y espero la noche para dar el golpe. Me acerco,
son tres sujetos que me observan en seguida. Los amenazo y al ver que no
retroceden arremeto contra el primero. Hundo el machete en su pecho y él cae.
Mientras los otros dos guardias me rodean veo acercarse a la muchedumbre
alertada. Se abalanza sobre mí uno, más grande que yo y sin dudarlo le abro un tajo
en el muslo y cae. Al último le abro el tórax. Llegada la muchedumbre apuñalo,
corto, atravieso cuerpos decidido. A un vecino le deslizo el machete desde la
cabeza cortándolo al medio. A las mujeres les corto el cuello, por piedad. A
los niños el estómago. Al pastor lo empuño en el pecho, y me confiesa
<<me alegra que acabes con esto>>
Finalmente,
corriendo llego al rancho y tomo la manija. Está abierto. Siempre di por
sentado que estaba trabada. La mediocridad a la que tanto temo me ha alcanzado.
Abro y salgo afuera. Salgo afuera porque siempre estuve dentro.
Voz del
narrador: un sujeto aparece por una puerta ordinaria y la gente de la calle lo
mira sin comprender. Aparece ensangrentado y con un machete en la mano.
Patio I
Con la nariz
tantea las paredes. Las recorre a lo largo lastimándose con el movimiento
lineal. Las paredes presentan texturas, irregularidades que lo hieren, pero le
permiten al mismo tiempo aprender su mundo. Su mundo que huele a heces y que
comienza en una puerta que siempre está cerrada. Aprendió por el revoque que
lijó su nariz, que la primera pared continuaba hasta una similar. La tercera
era algo más lisa, más uniforme, por lo que la recorrió con confianza sin
reparar en la quemazón que le produjo. La última pared presentaba ladrillos,
que se repetían de manera intercalada. ¿Quizá un patrón? Un mensaje codificado
que le revele como escapar de ese cubo. Él lo aprendería con la nariz.
Hasta donde su
altura lo permitía reconoció que los ladrillos se repetían uno tras otro de
manera horizontal, distanciados entre sí por lo menos a cinco centímetros y
verticalmente por tres. Pensó entonces, si los horizontales son continuos de
pared a pared y sólo los verticales marcaban la diferencia, se encontraba
condenado al fracaso. La imposibilidad de conocer a través de la vista lo
volvía dependiente al tacto. Su escasa altura no le ofrecería jamás el mensaje
completo.
Lentes
biconvexos
Ahora, siendo
octogenario, espero la muerte y por fin puedo contar la experiencia que
arremetió de manera intempestiva en mi vida una tarde veraniega de 2017.
Caminaba por
calle Sarmiento al 5800 cuando una porción de asfalto quebrado me hizo
tropezar. Al caer se despegaron de mí los lentes, que cayeron delante y desde
el suelo pude ver a través de ellos una escena digna de un vieu master. Una
señora vieja, fea y vestida de entre casa sostenía un bebé del talón. Mirándome
y en un movimiento rápido lo hizo girar una vuelta. Luego otra y otra más.
Todo esto
acontecía sólo en los cristales, pues desde mi vista periférica vi que nada
había delante de mí más que la vereda.
Al terminar de
revolear el bebé tres vueltas, la señora había cambiado. Era ahora una mujer
joven, de treinta años aproximadamente, y el bebé que sostenía era ahora un
feto.
Yo, sin
alcanzar a entender lo que sucedía, observaba sin aliento imágenes que se me
ofrecían imposibles. Pero entendí que la secuencia implicaba un tiempo reverso.
Volvió a girar
al feto tres veces, y entonces la mujer había sido sustituida por una joven
niña y el feto había desaparecido. Comenzó a acercárseme por lo que me levanté
de golpe y al mirar por la ventana de la casa frente a la que había tropezado
vi un anciano demacrado, calvo y moribundo. Me costó un instante entender que
el reflejo me pertenecía.
Ahora, como
decía, a punto de morir entiendo que ese reflejo fue un anticipo de esta
situación.
Decir
Santa Fe
Capital es conocida por su puente colgante, por ser la Cuna de la Constitución
Nacional, por erigir el monumento a un femicida y por el femicida. También por
su parasitaria oligarquía conservadora.
Pero ninguna de
estas características son las que me obligan a narrar los hechos que
acontecieron un verano caluroso, sino la necesidad de quitar de mi espalda el
peso de la historia.
Fue en la
Vuelta del paraguayo, un barrio ganado al río, de pescadores locales y sus
familias. Vivía ahí “el Yoni”. Tendría 6
años.
Corría el decir
de que al Yoni lo buscarían pronto. Su madre no alcanzó a atender a tiempo el
decir. Su padre los había abandonado antes de que él naciera.
Ni su madre ni
los vecinos tomaron en cuenta que los decires pululan en el barrio aún más
rápido que las drogas (y éstas más rápido que el prejuicio)
Yoni rara vez
amanecía en su casa. La madre rara vez recordaba su presencia. Sus amigos lo
recuerdan hoy más como un mito que como una historia. Al Yoni supo gustarle
otro niñe de nombre ya olvidado, gusto que aprendió a callar tempranamente.
Hoy pienso que
su juego era el juego de todos. Sus pies corriendo eran los pies de todos los
niñes que corren. Sus peleas eran ajenas.
El Yoni nunca
se calló y alcanzó a hablar todo lo que tenía que hablar antes de que se lo
llevara el decir. Quizás por eso se lo llevó tan pronto. Tal vez agotó el
tiempo del juego, quizás dijo todo muy rápido. Aunque hablaba, no sabía
escribir, pero ahora entiendo que escribía sus propios símbolos ¿Una piedra
roseta hubiese hecho falta para descifrarlo?
Esa noche,
mientras él dormía en la casa de un vecino, el decir cruzó el puente colgante,
cortando la luz del mismo a su paso. Sacudió los árboles de la costa barriendo
hojas y gatos. Golpeó las ventanas de los vecinos, incluso hasta el barrio el
Pozo. Rompió las ventanas de las casas de la vuelta del paraguayo y rompió
puertas, voló chapas. El Yoni dormía y al escuchar al decir acercarse, tuvo
miedo. Se escondió debajo de la cama. El decir entró a la casa por la puerta,
las ventanas y entonces se lo llevó.
No sé qué
sucedió con el Yoni, ni con los otros niñes que ya se ha llevado el decir, sólo
que no vuelven a aparecer.
Cole
Me confesó una
tarde que tuvo una visión en pluscuamperfecto subjuntivo que iba más o menos
así:
“En la penumbra
danzarían juntos alguaciles y chicharras. La noche se ofrecería calurosa. Cada
noche frecuentaría la parada de colectivo en la ruta, esperándolo. En los
interludios observaría los faroles de luces cálidas. El silencio también se
haría presente, pero el silencio humano, porque detrás de la garita cantarían
ranas un coro indecible.
Al otro lado de
la ruta, notaría inserta en el monte una casita de chapa. En ella viviría una
doña. Ella me observaría noche tras noche desde su ventana precaria. Sostendríamos
las miradas, nos preguntaríamos en silencio. Así, cada noche que esperaría el
colectivo para volver a casa, la anciana me esperaría a mí.
Cambiaría la
rutina una noche en particular en la que la señora me esperaría fuera de su
rancho. Las siguientes repetiría el acto de esperarme afuera. Debería yo
mostrarme entonces algo incómodo.
Me sorprendería
una noche en la que al llegar a la garita la encontraría a ella, expectante.
Sostendría la mirada y me callaría con el dedo en la boca. Ante la intriga me
quedaría, obedeciéndola, esperando el colectivo. Al menos eso pensaría.
Pasarían dos horas sin señales de que el éste pasara, e intentaría irme
caminando hasta mi casa, pero me retendría ella con un ímpetu inesperado, me
señalaría la ruta y vería yo al colectivo acercarse. Pero a escasos metros me
daría cuenta de que el colectivo no sería el mío. De hecho, notaría que no
sería ninguno de los que frecuentarían la ciudad. Quedaría realmente intrigado
al notar que sería por completo rosado y que el humo que saldría por su caño de
escape sería magenta. Abriría entonces sus puertas al estacionar, y descendería
un anciano del color de la tierra, de rostro cansado, denotando dolor.
Abrazaría a la anciana con fuerza y se besarían. Como atraído por un aroma
embriagador y para escapar de la escena me subiría al colectivo rosa. Una vez
dentro las puertas se cerrarían.
El conductor
sería un hombre gordo de pene pequeño, usaría una camisa naranja y el vehículo
sería largo, pero de luz muy tenue, tanto que no podría distinguir a los pocos
pasajeros que se encontrarían dentro. Todos ellos estarían cabizbajos, perdidos
en pensamientos, durmiendo o incluso muertos. Eso sería lo que la escena me
ofrecería.
Tomaría
asiento. Cruzaríamos el puente colgante y al atravesarlo todo habría quedado en
penumbras por fuera, impidiéndome observar nada más que oscuridad.
Una señora
demacrada voltearía a mirarme, con lástima y cansancio. Me dirigiría a su
asiento y me sentaría a su lado. Esto parecería molestarle. Yo intentaría preguntarle
cosas como ¿dónde estaríamos? ¿qué estaría sucediendo? No respondería mis
preguntas y se limitaría a decirme que <<no recordaría su nombre>>
Sería entonces cuando desde el fondo del pasillo aparecería un policía para
golpear a la señora en la cabeza. Su traje sería amarillo. Guardaría silencio
el resto del camino y de a poco comenzaría yo a entender algunas de las reglas
del juego. Cada vez que un pasajero moviese la cabeza recibiría como respuesta
un feroz golpe del policía.
Una joven
perturbada me advertiría en cierto momento que pronto me vestirían de color y
que entonces comenzarían a golpearme a mí también. Por facilitarme esta
información la piba recibiría una tunda que la dejaría tumbada.
Colectivos,
noches ad infinitum,
colores,
oscuridad y ningún sitio,
colectivos,
policías y silencio.
Una noche me
despertaría ferozmente cuando el policía me tomase del cuello y me llevaría
hacia el fondo del colectivo, donde la luz no llegaría. Me cambiarían la remera
y el jean por un vestido rosa. Desde entonces no podría hablar con los
pasajeros sin recibir un golpe policíaco.
En cierto
momento del viaje estacionaríamos en una parada, pero no me atrevería a
descender por las vejaciones a las que me someterían de intentarlo. Allí
bajaría un hombre viejo compuesto casi por completo de cenizas que sería
recibido por una señora demacrada con un abrazo similar al que se habrían dado
los ancianos que me habrían involucrado en el colectivo rosa. En su lugar
subiría una joven embarazada llorando y aturdida, quien tomaría asiento en lo
profundo del pasillo.
Luego de
conversaciones breves que resultarían en dolorosos hematomas podría al fin
entender que para poder bajar de la nave color rosa debería sustituirte alguien
más. Comprendería entonces que no habría rumbo específico pues no habría
recorrido, sino que erraríamos en ese colectivo de modo atemporal envueltos en
oscuridad. Sería atemporal porque no existiría en esa dimensión un esquema de
tiempo. Aunque sabrían decir, los pocos pasajeros que recordaban los años, que
el colectivo volvería a la misma parada cada diez años. Otros dirían que la
cifra sería misericordiosa, que completaría un ciclo cada cien.
Discurriríamos
en un puro movimiento en loop, sin tiempo.
Cien años más
tarde llegaríamos nuevamente a la garita que en un momento habría dejado. Para
ese entonces mi vestimenta ya tendría un color terracota. Al estacionar el
colectivo, el policía me haría bajar a la fuerza y en mi lugar subiría una
hermosa joven de colores sienas, y la reconocería pues sería la hija de la
anciana que una vez me habría hecho subir a ese colectivo espectral. Bajaría en
silencio y me voltearía para verlos partir en ese viaje sin sentido. Prometería
esperar cien años para esperar a la joven en su retorno, pero moriría yo mucho
antes.
Cien años
después pasaría velozmente y sin detenerse un colectivo rosa por esa garita,
con una pasajera que jamás volvería a bajar”
Idea de un
cuento para que lo haga otra persona
Ingresando al
cuarto veo a alguien idéntico a mí morir en la cama y al despertar del sueño
compruebo que me dormí en el sofá. Corro e ingresando al cuarto vuelvo a ver a
la persona idéntica a mí morir en la cama. ¿Yo? Al despertar nuevamente me veo
tendido en el sofá en el que volví a quedarme dormido y, corriendo al cuarto,
vuelvo a ver a mi otro yo morir en la cama. Me despierto exaltado en el sofá y
corro hacia el cuarto, pero ya no veo morir a la persona idéntica a mí en la
cama sino al que acaba de entrar en la habitación.
Espejo
Me contaba que
le gustaba cortar las flores del jardín para no sentirse tan sola, que en su
cama dormía boca abajo para no mirar el techo, que amanecía el día para
burlarse de su desvelo, que el moho de las paredes crecía para alcanzar su
cintura, que la humedad nunca la abandonaba y que sólo el piso la abrazaba por
las noches. Yo le confesé que las paredes también eran mis amigas, que las
puertas de mi casa se cerraban a voluntad y quedaba yo atrapado por horas entre
una habitación y otra. Comprendimos que el discurrir era como un lienzo, una
oportunidad para dar sentido, y por un breve instante la idea nos emocionó.
Ocurrió entonces que la besé y el beso fue frío, rígido. Al alejarme del espejo
ella ya se había ido.
Siete noches I
Mi final tuvo
lugar en el suelo de la sala de mi casa durante una noche, cuando decidí
acallar de una vez por todas el tormento que los últimos días y noches me
asolaron.
Noche 1
Prendí la
lamparita del escritorio que alumbraba tenuemente el cuaderno, un par de libros
y una taza de café inesperadamente frío. Yo, desordenado en el cuarto con mi
saco en la espalda, preferí prender una vela que acompañara la luz artificial y
que dotaba de increíbles espectros oscuros a las paredes, esas paredes frígidas
que me separaban del resto de la noche.
Había resignado
la máquina de escribir a cambio de la tinta manual, algo más personal, y me
disponía a volcar en las hojas lo que esperaba fuera la obra cumbre de mi
penosa carrera de escritor. Carrera, es decir, ese traspaso místico de los
deseos personales a una realidad mucho más entumecida, en la que se gana uno la
vida sentado en la oficina, haciendo bailar sellos en el aire, archivos pesados
y hojas papiro del color del té. A ello me había dispuesto cuando el sonar del
teléfono perturbó el silencio.
-Diga.
Pero nadie
devolvió respuesta alguna. Vuelto a mis ocupaciones pasé el resto de la velada
sobre las hojas.
Noche 2
La segunda
jornada nocturna me encontró absorto entre notas y referencias intertextuales
que hablaban de otras literaturas, del género fantástico, de autores que yo
había leído con hambre y que ahora se resumían a pequeños papelitos naranjas
pinchados en la pared, y yo allí esperando de ellos algo. Y nuevamente la
inoportunidad visitándome. El teléfono llamándome desde la habitación continua.
- ¿Diga?
-Buenas noches
¿cuál es su nombre? - la voz era gutural y terca preguntando por mí.
- ¿Disculpe? ¿A
quién busca?
Pero sólo
recibí silencio. No tenía tiempo para entretenerme en misterios triviales, me
esperaba una magna obra en las hojas en blanco.
Noche 3
No había podido
dormir en toda la noche, el café me adulteraba y las hojas seguían blancas,
inmaculadas, poseedoras de una virginidad desafiante. Y yo allí, parado entre
la misma lámpara y una nueva vela, entre el mismo saco y nuevas notas adheridas
a la pared, las mismas paredes eternas y frías que parecían irradiar un suave e
imperceptible sonido en el silencio. Así era hasta el momento ya molesto en que
el teléfono chillaba de modo casi rutinario. Sonaba dos, tres veces durante el
día cada día.
-Diga.
-Sé de tu magna
obra y sé que aún no la has comenzado- la misma voz gutural, de carraspera,
ahora perplejo me dejaba con semejante afirmación.
-Por favor,
¿quién habla? - y nuevamente me encontré solo en una conversación que carecía
de receptor.
Mas en esta
ocasión no logré retornar al trabajo fácilmente. Mi trabajo, de eso se trataba.
¿Quién pudiera saber algo siquiera sobre éste, mi aún no encentado libro?
¿quién perturbaba mi soledad?
Noche 4
Cuarta noche,
noche en la que me presionaba las sienes sentado en el escritorio. Yo
desvelado, carroña del insomnio, con las hojas cada vez más puras, beatas, de
blanco marfil y el cuarto, el saco empolvado, la noche que seguía helando, y el
silencio, mi único compañero y consuelo. La vela que daba vida a los fantasmas
amorfos que se plasmaban en las paredes, las paredes cada vez más pesadas ¿Se
está hundiendo el suelo a mis pies? Yo, como fuera, yo allí esperando la hora
temible en que el teléfono despertara del letargo. Y así fue, fiel a mi temor.
-Diga su nombre
por favor
-El café
seguirá helando hasta que desaparezcas- voz temible, impetuosa, roída, ahora
cargada de una amenaza inesperada y ridícula.
- ¡Quién mierda
habla? - pero mi iracunda respuesta se
encontró en el limbo silencioso nuevamente, y yo, yo allí de pie con el
teléfono en el oído y nada más.
Noche 5
Mi rostro
demacrado, de líneas acentuadas por el cansancio, ya no distinguía sueño de vigilia
la quinta noche en que no pude dormir. El día pasaba acelerado, o acaso la
noche había ocupado su lugar. Afuera nunca más amaneció. Y una vez más el
escritorio mohoso, las hojas impecables como la nieve y yo, yo allí sentado en
una silla dura que dolía en mi columna, vomité. Impulsivamente derramé sobre
las hojas y el escritorio todo el café que había sorbido, al sentirlo gélido en
mis labios y en mi lengua. No intenté limpiar el accidente y me dirigí a la
cocina, a encender la cafetera. Observé hervir el café durante minutos y no
tardé en llevarme a la boca una taza nueva y cargada que, al encontrarse con
mis labios apagados los enfrió aún más. Sentía palpitar mi cuello y al tiempo
transcurrir lentamente mientras intentaba conciliar la imagen de la cafetera
ardiente y el café helado que acababa de sorber. Prontamente recordé la llamada
anterior y su ridícula amenaza. Y el café helaba contra toda razón. El teléfono
me despabiló. Corrí hacia él y más que amenazante lo que proferí fue una
especie de súplica.
- ¿Quién es?
¿Es usted verdad?
-Las puertas
son fáciles de derribar- y eso fue todo. Ya conocedor del silencio que
continuaba, no me molesté en responder. Las puertas. ¿Mis puertas? Sólo dos tenía en la casa, y ambas de pino
añejado. Era cierto aquello, sea quien sea, y sea lo que sea que significara su
amenaza mis puertas eran vulnerables.
Noche 6
La casa olía a
encierro y a café recalentado. La única luz era la de mis velas acompañadas por
la lámpara de escritorio. La ventilación se empastaba pues no volví a abrir las
ventanas. Reforcé las puertas con tablas clavadas azarosamente en un descuidado
arrebato de inseguridad. El silencio se tornó pesado, con una textura de
partículas que flotaban en el éter. Ya no atravesaba el umbral de mi cuarto más
de una vez al día para atender mis necesidades. Mi rutina sólo consistía en
beber el café congelado y estar sentado en mi escritorio esperando no sabía qué
cosa o sí lo sabía, pero temía pensar en ella. De alguna manera ver las hojas
teñidas por el tinte café me devolvía algo de calma, algo de tranquilidad. Mis
venas resaltaban groseramente de mi cuerpo ya raquítico, los labios partidos y
el pelo canoso, la piel curtida. Y de pronto el teléfono sonando desde la
habitación de al lado y yo, yo allí luchando contra el impulso de levantarme y
oír su voz, que ya era cruel y desesperante. Intenté dejarlo sonar y controlé
el tiempo a reloj para comprobar que yo estaba cuerdo cuando pasó media hora y
el aparato infernal no cesaba.
-Soy yo-
vociferé.
-La obra magna-
la voz era vehemente con tintes humeantes. Acaso un sonido nunca antes oído. La
obra magna, ya la había olvidado. Y no volví a reparar en la sentencia hasta
bien entrada la madrugada, cuando regresé al escritorio y vi pasmado cómo las
hojas habían recobrado el blanco divino que el café les había arrebatado. No
las toqué ni moví siquiera y mi dolorosa reacción fue sentarme en la esquina
más oscura de mi habitación donde ni las sombras regadas por la vela podían
distinguirse. Las paredes se habían movido un par de centímetros y el silencio
era ahora una carga muy palpable en mi espalda.
Noche 7
¿Cuándo la
barba canosa se había alargado tanto? La nariz huesuda sobresalía de los
pómulos y los párpados flácidos dolían en mi mirada. Luego de horas observando
la unión de las paredes noté que lentamente avanzaban sobre mí. Me arrastré
hacia la sala principal y no pude comprender cuando vi la luz del día que hacía
tanto no contemplaba. La luz penetraba con brío por ambas puertas abiertas y
las tablas yacían rotas y los clavos doblados en el suelo. ¿Habrían entrado
durante la noche? Venían por mí, o por la obra magna. Volví a clausurar las
puertas con maderas, hierros, muebles y todo objeto voluminoso que perturbara
el paso al exterior. Y yo, yo allí, solo con un gran vacío en la sala, sin
ruidos ni silencios, sino una vibración materializada que antes debió ser el
aire.
El llamado otra
vez, y otra vez la voz de tenor.
-Las velas- las
velas y nada más. ¿Se había vuelto todo esto un juego? Acaso un acertijo cruel
que noche tras noche me precipitaba y sumía en un martirio. <<Las velas
son todo lo que tengo>> pensé entonces. Las recogí todas y terminé el
cautiverio abrazado a ellas, postrado en la esquina de mi cuarto más áspero que
nunca, con la presencia amenazadora de las hojas en blanco sobre el escritorio,
que centelleaban, resplandecían en la penumbra como queriendo recordarme el
fracaso literario. Y en medio del calvario silencioso nuevamente el teléfono,
el teléfono calamitoso, inevitable.
-Diga
-Buenas noches,
disculpe la hora, pero quisimos contactar con usted durante días sin éxito.
Simplemente necesitábamos avisarle que, debido a las intolerables inasistencias
sin justificar, se encuentra usted despedido de la oficina…
¿Qué engaño
macabro era este? ¿Desde cuándo faltaba yo a la oficina? No logré recordarlo.
Acaso una tortuosa broma final, un anuncio del último soplo del tiempo,
recordarme así que aún estaba conectado de alguna manera con la realidad. Dejé
caer el teléfono sin proferir respuesta alguna y me tiré al suelo. Allí prendí
la última vela que tenía en mi haber, prendí la vela sin prenderla, ya que la
misma parecía inmune a la llama del fósforo. Luego de intentarlo hasta
ampollarme los dedos pude sentir en la penumbra a la vela inmutable y recordé
así la última sentencia. Las velas, pensé. Entendí así que ya no volvería a ver
la luz, sólo aquel asqueroso y malparido resplandor de las hojas en blanco
sobre el escritorio, que intentaba escapar de la habitación y buscarme. Y
comencé a gritar e inferir las maldades más grotescas y las venas de mi cuerpo
resaltaron aún más y mis ojos se agrandaron con sus pupilas tan negras, tan
oscuras como aquella misma oscuridad en la que yo erraba. Y en el arrebato
arranqué el teléfono de la pared y éste comenzó a sonar aún desconectado del
cable y el sonido martillador sangró mis oídos, y corrí a la habitación a la
que no logré acceder pues las paredes lo habían abarcado todo y en la entrada
sólo se encontraban el suelo las hojas resplandecientes, las únicas
sobrevivientes de aquel temblor. Hui a la cocina atormentado por el sonido del
teléfono ahora acompasado de una cafetera que silbaba hirviendo como anunciando
el averno, una pared que golpeaba demoledoramente cada vez más cerca de mí,
rodeado de nada, de tanta soledad y tanta tortura, tanta mugre y condensado
encierro, me redujeron al suelo, me colmaron y mis gritos se desvanecieron
repentinamente en el momento en que, finalmente, yo desaparecí.
El silencio
retornó suavemente, el hervor del café cesó, las paredes se deslizaron hasta su
origen y las puertas se abrieron despacio, desprendiéndose de las trabas,
impulsadas por la brisa dulce de un nuevo día, y un hilo de luz solar entró por
el filo de las ventanas y afuera las tacuaritas y adentro el aire purificado.
La casa se reconstruyó tras mi desaparición.
Desaparecí una
noche y al alba siguiente todo siguió su curso con naturalidad, de eso doy fe.
Jerónimo
No detectó los
síntomas del mal hasta una tarde en la que un cosquilleo juguetón en el pecho
lo sobresaltó. La sorpresa devino en preocupación cuando el cosquilleo
reapareció en la noche. Fue hacia el baño donde, luego de una sensación rasposa
y de ahogo lo hizo toser secamente un pequeño objeto que cayó en el lavamanos.
Al observarlo, reconoció una pequeña vaquita de San Antonio, cuyo cuerpecito
seco, congelado por un frío que no pertenece a nuestro mundo se deslizó
tiernamente por el desagüe ¿Era cierto aquello? El insecto se habría
precipitado por los labios de Jerónimo durante el sueño. Volvió al cuarto y se
acongojó frente a la ventana para contemplar la noche. Se acostó, pero no
consiguió dormir tranquilo.
El día lo
encontró desparramado en la cama, con restos de vaquitas de San Antonio
esparcidas por la almohada. Ventiló y limpió el cuarto con la esperanza de que
la peste no volviera.
Tan sólo unos
días después el cosquilleo regresó y con él la calma desapareció. Nuevamente
era de noche y, con una picazón en el pecho y el cuello corrió hacia el baño,
aunque antes de llegar tosió con fuerza y expulso tres pequeñas vaquitas.
Los médicos no
solucionaron el malestar, pues nada evidenciaba la anomalía en su interior.
Sólo relacionaron los hechos con problemas del sueño y lo medicaron. Esa misma
noche, Jerónimo se despertó desesperado por un cosquilleo que ahora abarcaba
también la panza y, producto de los hipnóticos para dormir, no pudo moverse.
Padeció conscientemente cómo de su ombligo salió una pequeña vaquita. Luego
otra y al final el tormento lo desmayó.
Decidido a
terminar con esta situación, decidió colocar venenos en las sábanas, cerrar las
ventanas y no comer ni beber agua. Aun así, el escozor lo abrumaba y se
levantaba de la cama para toser cada vez más vaquitas de San Antonio,
descubriendo con pesar cada mañana los bellos y delicados cadáveres de las
mismas, rojas, naranjas, ocres, esparcidas por las sabanas, en su ropa, en su
alfombra.
La última
noche, sin siquiera dormir, Jerónimo intentó ahorcarse con las manos, para
detener el cosquilleo imparable que subía desde el pecho hasta la boca. Sin
dudarlo tomó veneno, pero antes de poder tragarlo una hinchazón de pecho lo
paralizó. El esternón comenzó a dolerle, cada vez más vaquitas, apretadas,
moviéndose por salir de él, lastimaron su garganta. Una enorme cantidad comenzó
a caerle por la boca, vaquitas de San Antonio que estaban aún vivas y volaban
rodeándolo, girando y colmando la habitación, en la cama, las cortinas y el
techo, morían repentinamente y caían formando un colchón colorido. Jerónimo no
pudo contener con sus brazos ni con los manotazos aquél espectáculo de color
otoñal que acontecía en su cuarto. Las vaquitas lo poseían todo, danzaban
alrededor de la luz y chocaban contra la ventana, produciendo un ruido seco.
Jerónimo se desvaneció en el suelo vencido por la potencia de las vaquitas.
Nogal
Resguardo en
una pequeña caja de cartón todas mis miserias. Las protejo cuidadosamente
creyendo que así no volverán a molestarme. Entierro la cajita como me enseñó mi
madre y sobre él planto un pequeño nogal. Así la pachamama lo recibirá y hará
con él un fruto nuevo, un hijo de la luz lunar que endulce mi sendero.
El nogal
aventura sus raíces sobre mi cajita y comienzo a notar que crece. De a poco
crecen sus hojas, de colores increíbles y textura aterciopelada. El árbol se
agranda con rapidez y embriaga con una fertilidad nunca vista. Con paciencia
espero los primeros frutos. Éstos llegan pronto, voluptuosos y prometedores, no
tardan en madurar. Al caer el primero todo es abundancia, todo es posibilidad.
Pero al probar la primera nuez, la escupo rápidamente y sin poder contenerme
vomito del asco. Así descubro que mis miserias se han multiplicado en cada una
de las nueces, que crecen de a cientas, que caen alrededor del nogal,
consumiéndolo, volviéndolo gris. Al tocar el suelo dan vida a una nueva planta
que pronto seguirá reproduciendo mis miserias. Amargan la tierra, huelen a
podredumbre.
En un arrebato
intento cortar el nogal con una sierra. Lo hago con fuerza y decisión. Lo trozo
de lado a lado para que caiga muerto. No me fue difícil, pues la corteza estaba
roída y blanda. Del tronco cortado brota una savia color rojiza, sanguínea.
Descubro entonces que me he cortado el abdomen, creyéndome el árbol. Ahora
cuento los minutos que me queden antes de morir desangrado, tirado en el suelo,
observando nogales crecer.
Semioxia I
Siempre se
destacó por ser una persona terca. La terquedad lo había llevado a un sitio de
difícil resolución. No pasaron muchos días desde la última discusión que
tuvimos cuando empezamos a notar en él un comportamiento extraño. Parecía no
comprender lo que le decíamos, es decir, no se trataba ya de una cuestión de
terquedad sino de un impedimento que iba más allá de su voluntad y de su
inconsciencia. Claro que al preocuparnos decidimos acudir al médico.
-Parece ser que
lo que lo agobia es una condición raramente estudiada llamada semioxia. La
condición no es preexistente sino que la determina un factor externo- sentenció
el médico
Resulta ser que
la semioxia le impedía comprender signos, al menos como los entendemos desde
Saussure. Si tenemos en cuenta la distinción del binomio entre significado y
significante será sencillo explicar la enfermedad. La patología no le permite
asimilar los significantes sino sólo los significados. Esto impedía la
comunicación. Claro está que encontró otras maneras de hacerse entender, pero
fueron actos impulsivos para satisfacer sus necesidades primarias. La
enfermedad no tiene cura y para peor aún no sabemos ni sabe la ciencia cómo
tratarla ni prevenir el contagio. Por ello es que decidimos mantenerlo aislado del
mundo. La semioxia lo había vuelto un animal pre humano y pronto se nos planteó
el dilema de cómo debía ser tratado, es decir, ¿merecía el mismo trato ético
que el de cualquier ser humano? Estábamos frente a una criatura que había
perdido el rastro de humanidad pues consideramos que la facultad del lenguaje
es de las principales cosas que nos definen como humanos. De ser así podríamos
tenerlo como mascota, aunque nunca sabríamos si era consciente de su padecer,
aunque supiera de significados.
La situación
empeoró cuando al cabo de tres días nuestro compañero comenzó a presentar los
mismos síntomas. Parecía escucharnos, nos miraba atentamente pero no respondía.
La verdad es que no era capaz de hacerlo. No perdimos el tiempo en llevarlo al
médico, sabíamos a qué nos enfrentábamos. Los encerramos juntos para evitar la
propagación desmedida, pero de nada sirvió. Uno a uno iban presentando los
mismos síntomas, hasta perder la capacidad del lenguaje. Semioxia. El peligro
se sentía en el aire, hoy podía tocarle a él, mañana a mí. El sótano estaba
abarrotado y me daba un trabajo enorme mantenerlos con vida sin exponerme a la
enfermedad.
Cuando me
enteré que el médico que lo había atendido se había contagiado decidí dejar a
su suerte a todos y alejarme. Me iría hacia un sitio, sobreviviría porque yo
soy el narrador de esta historia, lo que me hace inmune a los efectos de la
semioxia. Armé el bolso y dispuesto a irme comencé a entender que n oposdia
enfshetrk. De orint sm agetis aha. Lso sigtsanges ye un hjentencia.
Biblioteca de
la Universidad Nacional del Litoral
Me han contado que lo que mis ojos ven no
alcanza para entender la vastedad del mundo. Siempre lo reflexione. Estudiando
bibliotecología y haciendo una pasantía en la biblioteca de la Universidad
Nacional del Litoral, me tope con un libro añejo en la sección de geografía e
historia santafesina. Estoy acostumbrado a ver libros en esas condiciones, y me
gusta coleccionarlos. Pero este tenía la particularidad de que su tapa,
contratapa y lomo estaban hechos de una especie de piedra fina revestida de
papel gastado. Una especie de material pétreo semiflexible que contenía no
menos de cien páginas y un par de papiros con lo que a simple vista parecían
ser mapas. Fiel a mi curiosidad impulsiva y a una especie de cleptomanía,
guarde el libro en mí bolso y, cuando tuve la oportunidad, me lo llevé de la
biblioteca.
Una vez en casa lo dejé sobre la mesa. Preparé
un café y me dispuse a leerlo. Tan solo abrir la tapa fue suficiente para
engancharme de modo irreversible con él. No tenía título y su primera hoja
rezaba <<lasciate ogni
speranza voi ch'entrate>> Las páginas que seguían me hablaban de un mundo
alternativo, una Santa Fe paralela que alguna vez supo existir. Describía el
puente colgante, las calles principales, las plazas. Pero también, cómo
cruzando el puente en los solsticios y equinoccios se accedía a ella. Una vez
dentro no se podría salir hasta el siguiente evento lunar. Este mundo se
explicaba como un sitio atemporal y de lógicas completamente distintas a las
nuestras. Las edificaciones eran otras, increíblemente improbables, de
dimensiones ridículas y espacios ineficientes. Las personas que lo habitaban
eran, según el libro, seres no corpóreos. La energía que los movía no era
eléctrica, sino una especie de plasma que no puedo describir, pues no podemos
describir lo que no conocemos. Me perdí en los papiros, y en cómo mostraban las
mismas arterias de la ciudad funcionando de una manera distinta, llevando a
ningún sitio, direccionadas horizontalmente pero también en niveles verticales,
cómo si se tratara de un hormiguero subterráneo. El transporte que contaba el
libro se presentaba fantástico, fuera de toda comprensión.
Absorto en la lectura, escucho sonar la
alarma del celular y solo entonces levanto la mirada del libro para ver mi
casa, que ahora estaba sucia, vieja y arruinada. Las paredes estaban
descascaradas por lo que aparentaban haber sido sometidas a una humedad
implacable. Los muebles hinchados decían lo mismo. Me levanté lentamente y, de
refilón, me observé en el espejo. Mí rostro era el de un anciano. Recordé la
advertencia del libro e intente entender que estaba sucediendo, qué tiempo
estaba viviendo, pero antes de lograrlo una brisa entró por la ventana como
anunciando un final y morí.
Recostado en la cama y dando
vueltas sin poder dormir pienso. Siempre tuve un impulso que no puede ser
puesto en palabras, ya que el habla es siempre consecutivo y lineal. Tal como
lo ha planteado Jorge, de qué manera puedo explicar lo que acontece muchas
veces al mismo tiempo en lugar y espacio con un sistema y un lenguaje que me
obligan a ordenarme en pasado-presente-futuro. Pienso estas cosas porque no
puedo levantarme de la cama. Algo enormemente pesado me empuja como si se
tratara de la succión producida por un cuerpo extremadamente denso, algo asi
como un agujero negro que atrae todo hacia si. La parálisis del sueño es
recurrente y he aprendido a controlarla. O, al menos, a sobrellevarla lo mejor
posible. Resulta ser excepcional que esta noche los pensamientos se interrumpan
por algo que intentaré contar sin tintes ni sesgos. Despierto en mente pero
inmovil en cuerpo, en la oscuridad de la habitación, comienzo a percibir una
luz que devela los objetos que me rodean, los muebles, la ropa. Contemplo, como
si de una pintura barroca se tratara, una escena casi teatral. La luz es
púrpura y al ocupar mi campo visual se ha vuelto en otra cosa. Una especie de
membrana púrpura que prometía cierta viscosidad. Una sustancia plasma, eso era.
Para mi sorpresa, logro mover los
dedos, luego los brazos y finalmente el cuerpo completo en la cama. La membrana
seguía delante de mí y sin pensarlo demasiado extendí el brazo para tocarla con
la punta del dedo índice. Al hacerlo sentí un placer pocas veces experimentado.
No creo que la heroína se acerque al éxtasis que me produjo el contacto con la
membrana. Pero además, ésta me sostuvo y yo no intente retirar el brazo, así
que me sumergí en ella con total confianza.
Al atravesar me encontré en un
espacio oscuro pero superfluo, liviano, sin gravedad, seguido de otra membrana,
algo más traslúcida. Entre ellas me esperaba un sujeto a quien percibí de
inmediato como un reflejo. Pero no se trataba de un espejo, la persona frente a
mí era idéntica, un gemelo acaso, quien me invitó en un gesto cálido y amable a
desnudarme, si es que quería atravesar la segunda membrana. Lo hice y tomándome
de la mano me acompañó despacio a atravesarla. Al hacerlo la sensación fue
distinta. Cada parte de mi cuerpo comenzó a adquirir una identidad propia que
nunca había sentido. Todo en mi vibró molecularmente, cada átomo, cada parte se
transformó en energía. Pronto perdí mi morfología y al encontrarme del otro
lado, finalmente, yo no era más un ego, una <<yoicidad>> sino una
sutil energía, un aroma, una brisa. Más aún, una continuidad, no había
individuo, había comunion. Habiéndome acomodado a esta nueva condición del ser,
pude contemplar la escena más alucinante de mi vida. Me encontraba (con el
perdón del uso de la primera persona del singular, pues ya no era individuo) en
un mundo nuevo. Era de noche, y pude reconocer lo que en algún momento fue para
mi Santa Fe, pero ahora transformada.
Intentaré ser breve pero fielmente
descriptivo. La ciudad no se asentaba en un llano, en esta situación el litoral
se encontraba rodeado de montañas. Era de noche, una noche silenciosa y calma.
No existía la noción del frío o el calor, se vibraba con el continuum: las
montañas, las casas, las calles, todas ellas eran energía adoptando formas no
divisibles. La mente humana no entiende de comuniones a gran escala, y lo que
sucedía acá era esto y más. Las casas se ordenaban en manzanas circulares,
entre las que corrían callecitas pequeñas que daban a las calles principales.
La escala de las construcciones era extraña, algo pequeña para el ser humano.
Las montañas destacaban en inmensidad frente a la pequeña mancha urbana,
dándole cobijo. Las luces no eran otra cosa que energía condensada para
iluminar puntos específicos. Las casas poseían iluminación en su estructura, en
los vértices, en los techos, en las puertas y ventanas. La luz que emitían era
la de luciérnagas en una noche de verano. Más dulces que el neón, pero
vibrantes. Las calles estaban iluminadas de la misma manera. Las montañas se
confundian con el cielo estrellado, pues en ellas se veían manchas luminosas a
la distancia.
Luego de contemplar el espectáculo
observé la calle en la que me encontraba. Frente a mí unas energías condensadas
poseedoras de consciencia me esperaban amorosamente. No me hizo falta un espejo
para saber que mi estado era el mismo, una consciencia en energía más o menos
condensada durante un lapso de tiempo. Y entre nosotros hubo comunicación. No
hubo palabras, no hubo gestos, no hicieron falta porque la información que
circulaba por uno de ellos nos atravesaba a todos. Me invitaban a recorrer la
ciudad, a caminar sus calles e ir al <<núcleo>> como lo llamaron.
Continuamos por las calles hacia una plaza. En ella los árboles emitían una luz
propia, una bioluminiscencia que afirmó la noción de unicidad. Reconocí por mis
memorias pasadas que esta plaza era y no era (o mejor dicho, también) la
querida plaza Pueyrredón de la ciudad que yo reconocía como Santa Fe. En el
centro, rodeado por un río de agua en estado de plasma, se encontraba un
ingreso hacia un espacio subterráneo, tan iluminado que parecía el día bajo la
tierra. Me invitaron a entrar y muy despacio descendí hacia la escalera que
conducía a ese otro mundo dentro de este otro mundo. Allí, en un enorme espacio
completamente blanco, se distinguían dos túneles que debían corresponder a un
tren subterráneo. Esperé, sin saber bien porqué ni qué, un nuevo destino.
Muchas noches intenté en vano ingresar por medio
del sueño a un mundo ridículamente imposible, un espacio que alguna vez soñé.
Fue durante una noche paralizada en el tiempo cuando experimenté lo que
considero fue la experiencia más grata de mi vida. Conocí estando medio
despierto medio dormido un mundo que no se rige por nuestras leyes naturales.
Escribo en esta carta a la humanidad toda, aquel viaje increíble, con la
esperanza de que en algún lugar alguien entienda estas palabras, alguien haya
vivenciado lo que yo viví.
Una noche dolorosa tuve un sueño en el que
ingresaba, por medio de una especie de membrana o tejido a un sitio sin tiempo,
donde la ciudad era la misma, siendo otra. Allí tuve la oportunidad de conocer
la unicidad, la verdadera unión que compartimos todos los entes. Este sitio,
era una copia de mi ciudad, pero, sin embargo, presentaba unas diferencias
abismales. El litoral no era llano en absoluto, sino que la ciudad y sus
alrededores se encontraban cobijados por montañas inmensas, que en la noche se
confundían con un cielo estrellado pues de ellas titilaban luces calidas y
amarillentas, lejanas. Las casas se organizaban circularmente y todo poseía
bioluminiscencia. Nosotros no éramos, mejor dicho, no somos individuos en
absoluto. Lo que descubrí es que somos un continuum unidos por una energía que
resulta, en este momento, imperceptible para todos. Mi sueño continúa hasta un
instante en el que soy conducido a una especie de estación subterranea muy
iluminada, hasta que me sorprendió el día y desperté.
Nunca había contado esta historia y no puedo
irme sin hacerte saber a vos, lector, que este mundo existe, que la unidad es
certera y que si algún día vives esta experiencia, no estás sola ni solo,
también la he vivido.
He decidido volver a visitar este espacio antes
de morir, volver hacia aquella estación subterránea y ver que depara el final
de su recorrido.
Luego de años de ejercitarme en una intensa
meditación, estoy listo. Es hoy. Esta misma noche volveré a atravesar las
membranas.
Siendo las doce de la noche me dispongo a
dormir, y me relajo inhalando y exhalando lentamente, haciéndome consciente de
mi respiración, hasta casi conciliar el sueño. Es entonces que en un esfuerzo
por dejar de percibir mi cuerpo físico (lo he intentado un largo tiempo) abro
los ojos sin abrirlos, y contento encuentro sobre mí una membrana de color
púrpura, un tejido que esperé durante años, para volver a ingresar en él.
Primero con la mano y luego con el cuerpo
entero, despacio, atravieso esta membrana y me hallo en medio de un sitio
vacío, oscuro, que da hacia otra membrana. Supe alguna vez ver en ella mi
reflejo, o eso creí. La atravieso y, por fin, vuelvo a estar en este mundo, al
que no le hice justicia. Mi descripción es una burla ante la verdadera escena.
El impacto me dejó sin aliento sólo un momento, y luego me observé. Ya no era
yo un individuo, sino energía en movimiento, condensandose y dispersandose
continuamente, en unión con todo lo que me rodeaba. Este mundo se me ofrecía
como un paraíso. No habitaba en mí el deseo que alguna vez tuve por volver
allí. Dentro de este espacio no hay deseo, ni sufrimiento. Hay memoria,
información. Fui acompañado por habitantes del lugar que, como yo, como todo,
eran energía consciente. Caminando, sin prisa, volví a encontrarme con una
plaza llena de árboles, con un río flotante que giraba y fluía alrededor de una
entrada. La entrada al subterráneo en el que alguna vez supe estar. Una vez
dentro, abrazado por la luz, tanta luz, esperé al fin el tren que debía pasar
por aquella estación. Para mi sorpresa, lo que arribó no fue un tren, sino un
cilindro extenso e iluminado, del cual no se distinguía principio o final. Una
especie de tren bala futurista, sin puertas ni ventanas, sólo blanco. Me
acerqué e ingresé atravesando la membrana, que parecía una piel muy fina y
sedosa. Una vez dentro, descubrí que se podía ver el exterior. Cuando inició el
viaje entró por un túnel largo e iluminado de manera lineal en todo su
recorrido, a gran velocidad. Me atrevo a decir que la velocidad, era la de la
luz. Y en los intervalos entre túneles y paradas pude observar estaciones
luminosas, algunas cargadas de verde, árboles, ríos de agua en estado de
plasma, todo ello, todas esas maravillas debajo de la tierra.
En la última parada, descendí del mismo modo en
el que entré, y al salir de la estación me encontré en una especie de centro,
de núcleo de ciudad, de una inmensa monumentalidad, de formas inexplicables, de
colores increíbles. La salida de la estación era un domo de vidrio iluminado. Por
fuera seguía siendo de noche y pude notar lo distante que me encontraba ahora
de las montañas, que se veían como un fondo difuso. En la puerta de salida del
domo me esperaba.
-No sabes cuánto tiempo te he esperado-
contesté.
-Eso que ustedes llaman tiempo, no es algo
mensurable aquí. Sólo sabemos el <<estar>>
-Por favor guiame- en este pedido no hubo
ansiedad, sino amor.
-Estás en el núcleo. El centro. Has llegado por
fin y lo que está por delante son los Grandes Edificios. No puedo acompañarte,
pues el camino debes hacerlo solo, pero te contaré con gusto de qué se trata.
Mientras me explicaba lo que acontecía frente
mis ojos, no nos comunicabamos por medio de la palabra, sino de la consciencia.
No poseíamos forma, sino dinamismo. Frente a mí abundaban hermosos edificios,
de variadas formas, iluminados. Parecían respirar. Uno era un enorme cuadrado,
un volumen puro, limpio y sereno. Un cubo gigante sin puertas. Junto a él una
pirámide, aún más grande. Hacia mi izquierda una serie de elementos que no
distinguí como edificios sino como monumentos. Detrás de mí el domo de vidrio,
hacia mi derecha unas torres. Una enorme, perfectamente cilíndrica culminaba en
una estatua de una mujer, todo ello iluminado. Luego, lo que más captó mi
atención, un edificio de forma helicoidal, como si del ADN se tratara, tan alto
que no creí distinguir su cima.
-El Cubo, es un espacio dedicado a la memoria.
En él hallarás las respuestas que busques en torno a tu identidad. La pirámide
es la sede de nuestra espiritualidad. Allí te encontrarás a tí mismo, si es lo
que buscas. El Cilindro es nuestro espacio para la Historia. En él encontrarás
información sobre este mundo, sobre el tuyo, sobre tantos otros. Finalmente, en
el ADN se encuentra nuestra Biblioteca. En ella descansa y vive la Información.
El ADN se dedica a resguardarlo, recibirlo, clasificarlo, y disponerlo a
nuestras búsquedas. Allí encontrarás más que una respuesta. Las hallarás todas.
Sé prudente en tu recorrido.
Luego de alejarse tomé la decisión.
La pirámide (segunda historia)
El Cilindro (tercera historia)
Tomé la decisión. ingresaría al Cubo y me
encontraría con la Memoria.
Al acercarme, atravieso su piel, su pared
sedosa, y una vez dentro me encuentro con un enorme salón vacío, en cuyo centro
se empotraba una vitrina, y sobre ella un libro. Me acerco para leerlo. La tapa
reza <<Memoria para quien necesite recordar>>
Abro el libro, y descubro que la primera hoja
está en blanco. Luego la segunda. Lo observo de costado y constato que las
hojas están escritas, sólo que lo que en ellas había se iba borrando a medida
que yo las abría. Hasta que en una las palabras no desaparecieron. Fue entonces
que pude leer. Leí que estaba dormido, soñando, que al despertar olvidaría todo
lo que acababa de sucederme, que sólo recordaría esto como el sueño que es, que
intentaría volver a entrar y volvería a encontrarme con la plaza, el tren blanco
subterráneo, que volvería a decidir por el Cubo, y que todo volvería a
repetirse. Luego desperté.
Tomé la decisión de ir hacia la Pirámide. Allí
me reencontraría con mi espíritu. Con mi alma, mi ser. Al llegar a ella,
observo que no posee puertas y que la entrada se encuentra en la cima, que es
dorada y brilla como una estrella, casi encegueciendo. Subo sutilmente, pues no
poseo peso alguno, aunque noto cierta resistencia en el camino. Ésta incrementa
a medida que llego hacia la cúspide, Intento luchar contra ella, pero la fuerza
es poderosa. Me recuerda a la gravedad producida por un peso de altísima densidad
y peso. MIentras lucho por acercarme, mi movimiento se desacelera, mi energía
se densifica y empiezo a perder partes que caen rodando y, ya cerca del suelo,
se desintegran nuevamente sin densidad, sin cuerpo, sólo energía fluyendo.
Continúo hasta distinguir en mí cierta forma. Primero unas manos, luego unos
brazos y con ellos debo arrastrarme para no caer de la Pirámide. Estoy tan
cerca que se materializa el resto de mi cuerpo, aferrado a la superficie
pulida, miro la cima pero la luz es tan intensa que quema mis ojos. A ciegas,
me aproximo e intento tocar el vértice con la mano, pero una especie de imán me
halaba hacia abajo. Mi dedo índice, frágil y flácido estuvo a punto de tocar la
cima. Como el dedo del Adán de Miguel Angel, al centímetro de distancia y ya
sin fuerzas, caigo rendido sin conseguir mi objetivo. Despierto entonces
recordando un hermoso sueño, sobre un mundo que existe sobre nuestro mundo, al
que volvería a entrar.
Tomé la decisión de dirigirme al Cilindro. Allí
descubriría la Historia de las historias. Aprendería acerca de quienes me
precedieron, de quienes vendran después de mí.
Me acerco a la enorme torre, coronada por una
estatua, la de una mujer. Ella sostenía en una mano un libro y con la otra
apuntaba el dedo índice hacia su pecho. Con su permiso, atravesé la piel del
edificio, y descubrí que el volumen no era hueco. El edificio era realmente un
cilindro que sólo poseía un espacio libre en la planta baja donde me
encontraba. Allí dentro, en ese reducido espacio, no había nada. O eso pensé.
-Si lo que buscas es la Historia, debes irte,
aquí no encontrarás respuestas.
Comprendí que la voz en mi consciencia provenía
de la estatua mujer que estaba en la cima de la torre.
-Humildemente, solo deseo saber el destino de quienes
me precedieron, de quienes construyeron este mundo, y el de los que vendrán
después.
-No hay explicación para esas premisas. Lo que
puedo ofrecerte, es tu historia.
-Contame entonces mi historia, por favor.
-Tu historia, es la historia de toda la energía
que existe, que alguna vez existió o existirá.
-Entonces no hay historia, sólo transformación.
-Por supuesto que hay historia, pero no
accederás a ella hasta entenderlo. Lo que te precede, lo que eres, lo que serás
y dejarás de ser, es energía transformándose.
-Si es así, el momento de despertar ha llegado.
porque acá no encontrarás más respuestas.
- Las hallaré cuando me despierte y deje de ser
energía dispersa, para volver a ser cuerpo.
-Las hallará cuando tengas que hallarlas.
Entonces desperté, recordando un hermoso sueño,
donde me encontraba yo con un mundo maravilloso, lleno de luz, al que
regresaría por respuestas.
Tomé la decisión de dirigirme hacia la torre de
ADN. Allí encontraría las respuestas para la unidad. El porqué de este
continuum.
Me dirigí hacia él y aún a su lado no pude
distinguir la cima. Ingresé por su piel, y dentro descubrí la Gran Biblioteca.
Todo giraba en torno a ella y era tan extensa hacia arriba como hacia abajo,
Una plataforma giratoria ascendía y descendía continuamente, llevando y
trayendo libros. Por fin había llegado. Allí estaba todo. Allí residía en algún
sitio el principio, pero también el fin. En la Biblioteca se encontraba la
memoria, la espiritualidad, la historia, la información toda. Lo abarcaba todo,
todos los saberes, todos los conocimientos, todo estaba allí, codificado en
libros. La idea me mareó, y comencé a pensar que allí debía residir también un
libro que contenga la información, la respuesta precisa al porqué de todo esto.
Dispuesto a encontrar mi respuesta, subí a la plataforma, y sin necesidad de
comunicarle qué buscaba, ésta comenzó a girar lentamente, luego más rápido y
empezó ascender, como sabiendo dónde ir, dónde se hallaba el libro que yo
buscaba. Subió a la velocidad de la luz y en el recorrido pude observar tantos
anaqueles, tantos pisos, tanta información. Cuando por fin comenzó a detenerse,
nada se veía por fuera, sólo oscuridad. De un anaquel, un libro comenzó a
levitar hacia mí. Lo tomé y leí su portada
<< Respuesta número 356x10^1000>>
Al abrirlo, la primera hoja advertía que al
conocer la respuesta el camino habría acabado, y que ese sería el precio a
pagar. Finalmente, continué hasta una hoja dorada. En ella, leí la respuesta.
Luego el edificio se desmoronó, y yo desperté, recordando un bello sueño, sobre
un mundo alterno, lleno de luz, una
Santa Fe paralela.
Me enfrenté a la idea de aceptar mi destino
durante treinta y cinco largos años, pues es injusto y cruel. El suplicio que
debí pagar por un acto que no cometí me llevó a este estado de demencia. Mi voz
nunca se escuchó, el prejuicio ganó, y ahora enfrento la pena de muerte por
esta muchedumbre nefasta y negligente. Treinta y cinco largos años estuve
encerrado esperando esta muerte indigna. La justicia no funciona y el sistema
estatal es tan perverso y está tan corrompido que no solucionan la falla del
otro poder. Ignorantes, idiotas, me convertirán en un mártir algún día. La
falta de ética se evidencia en la falta de juicio, en la condena por el abucheo,
por la falta de visión a futuro. Yo no ejercí ningún mal, mis investigaciones
siempre fueron de índole científico social. Condenan a muerte no sólo a un
inocente. También a un científico. Claro que para el experimento científico en
sociología se necesitan sujetos.
-Por los cargos que se le imputan, privación
ilegítima de la libertad, tortura, violación con acceso carnal y homicidio
culposo en primer grado, por la desaparición forzosa y posterioir asesinato de
nuestro querido Salvador, se lo condena a la pena capital, la pena de muerte
por inyección letal.
Luego de escuchar las palabras de quien se decía
el juez, acabaron con mi vida. Infelices. No sabremos jamás que hubiese
ocurrido con mi experimento. Sólo necesitaba mantenerlo encerrado una noche más,
es todo, y comprobaría mi teoría del destino social. Solo una noche más. Mi
único error fue filmar el encierro del sujeto. Las vejaciones fueron necesarias. La intoxicación para masturbarlo
era necesaria. La herida en el muslo era necesaria.
El sujeto es arrestado bajo el cargo de
homicidio agravado por el vínculo de más de una persona. Fue noticia en todos
los diarios, el loco del machete figuró en primera plana. No hubo noticiero que
no lo acaparara. Su diagnóstico fue fobia social y percepción distorsionada de
la realidad. Sus crímenes fueron terribles. Será condenado a muerte, por loco.
Será justicia.
Continúa la búsqueda del paradero del Sr.
desaparecido el día 14 de noviembre del año 2022. Lo único que se sabe es que
se ausentó de su trabajo durante días y que sólo dejó en su casa una máquina de
escribir con hojas en blanco.
Yh osnyw sehciwj sg qje dtdjf, gi tr lkmitr
gjnir eftr wjr cintaje semioxia.
Descubrió que podía trepar las paredes, ad
Infinitum, de modo que, aún estando ciego se dispuso a subir, ladrillo por
ladrillo. Cuánto contó el ladrillo número 2020 perdió las fuerzas y cayó al
vacío.
Pensándolo bien, si no le hubiéramos dicho lo
que le dijimos, si no le hubiéramos dado la espalda, si no lo hubiéramos
relegado, si lo hubiéramos abrazado, si lo hubiéramos escuchado, si lo
hubiéramos acompañado, el decir no se lo habría llevado y Yoni estaría hoy con
nosotros.
INDICE
Subterráneo I
Intersección I
Patio I
Lentes
biconvexos
Decir I
Cole
Idea de un
cuento para que lo haga otra persona
Espejo
Siete noches I
Jerónimo
Nogal
Semioxia I
Biblioteca de
la Universidad Nacional del Litoral
Parálisis del
sueño
Mundo desmedido
Subterráneo II
Intersección II
Siete Noches II
Semioxia II
Patio II
Decir II
Por Leonel Collazo