Deposité mi
cuerpo en el último asiento libre con el peso de la mochila hacia adelante y la espalda transpirada de horaymedia en la garita. Resbalé amablemente hasta la
pseudo posición fetal que ha de apoderarse de mí junto al sueño del solcito
bajo de la tarde sobre el rostro.
Lo último
que exigí del viaje fue la ventana cerrada, pero los burletes viejos de la línea 13 son
mas fuertes que los tres dedos con los que tiré de la manijita. El viento de a
poco se fue entremezclando con mis cabellos en una danza psycho trance
progressive que se siente muy bien, casi a masajes en el cuero cabelludo, una
caricia violenta y el sonido… Sí, ese sonido...
Como al de las tormentas que de alguna manera te relajan, el viento moviendo los árboles y plantas haciéndose lugar entre las raíces y la tierra para que las primeras gotitas de lluvia puedan entrar hasta el final de su red vegetal. Así... Así se sentían mis folículos pilosos como si todo fuera parte de un cuidadoso y aleatorio plan para que mi carne continúe viva mientras transporta a este ser humano en descomposición como ofrenda en la peregrinación de la existencia, o en un sentido práctico, hasta la parada de la capilla que es donde me tengo que bajar del colectivo.
Como al de las tormentas que de alguna manera te relajan, el viento moviendo los árboles y plantas haciéndose lugar entre las raíces y la tierra para que las primeras gotitas de lluvia puedan entrar hasta el final de su red vegetal. Así... Así se sentían mis folículos pilosos como si todo fuera parte de un cuidadoso y aleatorio plan para que mi carne continúe viva mientras transporta a este ser humano en descomposición como ofrenda en la peregrinación de la existencia, o en un sentido práctico, hasta la parada de la capilla que es donde me tengo que bajar del colectivo.
Al
principio tuve miedo. Dudé de dónde me encontraba. No conozco bien la voz de la
ciudad, pero todo fue más fácil cuando subimos al puente. El sonido de alguna
manera respetaba el ritmo del río que pasa por debajo, se había disuelto el
berrinche del tránsito y el paisaje penetraba en mi piel con un nivel de pureza
mayor. Luego ya pude seguir la cinética de las curvas para ubicarme: A la
izquierda en la rotonda. Bajar la velocidad por el control
de prefectura y el segundo lomo de burro donde descienden la mayoría de los
gurises a los gritos y se los llevan a sus casas en las primeras manzanas del
barrio.
Al principio se
agradece la tranquilidad, hasta que empezás a sentir lo áspero y ordinario del
silencio que hacen los adultos, con sus problemas en el futbol, dichos, entredichos, pajereadas
de chimentos y el arreglo mal realizado en el auto del hombre que viaja delante mío. Casi una flatulencia comparado con la emoción del niño que inhala
curiosidad pura en cada palabra mientras termina de romper ese permeable y colorido papel de regalo de la vida.
Qué pena compartir estas últimas cuadras con
el aire que se respira sucio, viejo y ya respirado por otros cuerpos. El tiempo
se sienta a mi lado, me pide la ventana y susurra al oído con olor a bolsa quemada y
ladrillo cocinado que debería estar preparándome para bajar, para tocar el timbre o
abrir los ojos, quizás, otra vez...
J.C.C.