Ana
Defenderse cuesta, cuesta vida y más
Abrite, me dijo. Yo, lo miré. Lo
miré como se mira a un témpano, como se mira un pedazo de cielo. Abrite,
repitió. Quizás era su boca lo que me estaba hipnotizando, por eso no pude
hablar. Me comía el orgullo, me comía el alma. Su voz me penetraba una vez más,
carcomiéndome el cerebro, buscando aquello escondido que fervientemente
ocultaba y que nunca quise develar a nadie.
De repente, se desabotonó la
camisa y se tiró en la cama. Las sábanas formaban caminos a su alrededor
mientras él miraba el techo, como esperando que algo saliera de allí. Yo seguía
de pie al umbral de la puerta como una oyente, una mera espectadora, aguardando
abstraída su próximo movimiento, observando minuciosamente cada parte de su
cuerpo que yacía inerte sobre la cama.
- ¿Qué hacés ahí todavía? Vení.
Mis pies estaban clavados en el
zaguán, habían echado raíces debajo de los azulejos blancos y negros del
pasillo. De pronto, se reincorporó súbitamente como el viento de tormenta en
verano. En ese instante, mi piel erizada se había convertido en piedra. No
sabía hacia dónde escapar, me había encerrado dentro de una coraza invisible que
él fácilmente pudo romper en el ínfimo instante posterior a acercarse.
Respiraba en mi oreja, casi rozándome con su nariz, mientras, con una mano
recorría mi hombro, brazo, mano. Derretida, me dejé avasallar mientras la luz,
tenuemente, se iba desvaneciendo.
Damián
Acercamiento
Se despertó. Había tratado de
hacer el menor ruido posible, pero no. Seguramente, algún ínfimo sonido se coló
por sus oídos forzándola a abrir los ojos, casi como si renaciera, haciéndola
regresar de algún remoto sueño. En cierto sentido, quería huir de ese momento,
simplemente mimetizarme con las minúsculas partículas esparcidas en el aire y
desaparecer. Realmente no sabía qué hacer o decir - esto de las relaciones
interpersonales nunca fue lo mío - aunque recordaba con un pseudoestupor lo
sucedido la noche pasada. Por momentos emergían de mi cabeza pequeños flashes
intermitentes y fugaces. La oí respirar más cerca, quizás, a mis espaldas.
Supuse que ya no había forma de escapar, o por lo menos, sin que me viera. Al
darme vuelta, allí estaba, parada e inanimada como la noche anterior. De un
momento a otro sonrió. Levaba puesta mi camisa, lo que me pareció totalmente
ridículo, una especie de cliché de aquellas típicas películas románticas
estadounidenses. Cuando estuvo por hablar, me adelanté.
- ¿Y tu ropa? No es necesario que
andes usando la mía.
Apenas dejé correr aquellas
palabras me di cuenta que había sido un tanto grosero pero, al fin y al cabo,
el hecho de que otra persona use mi ropa realmente me disgusta. Los hermanos,
por ejemplo, se dan el lujo de hacer esas cosas y, sin consulta previa, me
resulta detestable. Sin más, le di la espalda otra vez, no quería mirarla
esperando que llorase o cualquiera de aquellas escenas patéticas que tienen las
mujeres. Suele despedazarme el sólo verlas, aún más, sabiendo que he sido yo el
causante de aquél malestar. Suavemente, escuché el susurro de la tela rozando
sus dedos. Sólo eso, los dedos de su pequeña mano soltando uno a uno los
botones, profunda y lentamente. Volteé nuevamente hacia donde ella estaba y
volví a verla completamente desnuda mientras dejaba caer la camisa sobre la
cama. En su cara seguía presente la sonrisa, esta vez un tanto más seductora.
Totalmente serena, se dirigió al baño. De repente escuché que giraba el grifo
y, en el segundo inmediatamente posterior, el agua chocar contra el suelo de la
ducha. Me acerqué entonces hasta allí y, simplemente, entré.
Harriet M. Welsch.