No sabemos como llegaste aquí, ni lo que estas buscando, pero esto es con lo que te vas a encontrar

viernes, 18 de mayo de 2012

AFÁN CON ANTIFAZ

Por Rocío Ruiz o Clarita.


Todos necesitamos en qué creer.
Místico refugio,
Nos escondemos cuando sentimos desvanecer.
Particularidades divinas: astros, amuletos, dioses
Multiplicidad ideológica en la variedad perenne
En el oscuro silencio, redentoras las voces.
Y me aferro. Dependo
Asigno mi recuperación a algo que no se materializa
“Me ayudó a salir”. Afirmo, y lo sostengo.
Y creo ver señales, indicios
¿Intuición o sometimiento?
Réprobo menester de saciar el suplicio
Escudriñar esclarecimiento en justificativos
De todo lo que nos sucede.
¿Destino? ¿Escepticismo? ¿La forma en la que vivimos?
¿O la condena de lo que hicimos?
Falta de espontaneidad, a eso se debe.
Pensar menos, sentir más.
Corolario devenir
No lo evitaremos jamás. No se puede gobernar.
Limitarnos a vivir
Simplicidad.
Agudicemos los sentidos para percibir
Que todo lo que nos pasa es singularidad
De las elecciones que hacemos en la cotidianeidad.
¡Atención! Capacidad de auto recuperación
podés creer en lo que quieras
pero vivir, seguir adelante depende sólo de vos,
el resto es guarnición
en esta cena que puede o no, ser para dos.

domingo, 13 de mayo de 2012


Ana
Defenderse cuesta, cuesta vida y más


Abrite, me dijo. Yo, lo miré. Lo miré como se mira a un témpano, como se mira un pedazo de cielo. Abrite, repitió. Quizás era su boca lo que me estaba hipnotizando, por eso no pude hablar. Me comía el orgullo, me comía el alma. Su voz me penetraba una vez más, carcomiéndome el cerebro, buscando aquello escondido que fervientemente ocultaba y que nunca quise develar a nadie.
De repente, se desabotonó la camisa y se tiró en la cama. Las sábanas formaban caminos a su alrededor mientras él miraba el techo, como esperando que algo saliera de allí. Yo seguía de pie al umbral de la puerta como una oyente, una mera espectadora, aguardando abstraída su próximo movimiento, observando minuciosamente cada parte de su cuerpo que yacía inerte sobre la cama.
- ¿Qué hacés ahí todavía? Vení.
Mis pies estaban clavados en el zaguán, habían echado raíces debajo de los azulejos blancos y negros del pasillo. De pronto, se reincorporó súbitamente como el viento de tormenta en verano. En ese instante, mi piel erizada se había convertido en piedra. No sabía hacia dónde escapar, me había encerrado dentro de una coraza invisible que él fácilmente pudo romper en el ínfimo instante posterior a acercarse. Respiraba en mi oreja, casi rozándome con su nariz, mientras, con una mano recorría mi hombro, brazo, mano. Derretida, me dejé avasallar mientras la luz, tenuemente, se iba desvaneciendo.



Damián
Acercamiento

Se despertó. Había tratado de hacer el menor ruido posible, pero no. Seguramente, algún ínfimo sonido se coló por sus oídos forzándola a abrir los ojos, casi como si renaciera, haciéndola regresar de algún remoto sueño. En cierto sentido, quería huir de ese momento, simplemente mimetizarme con las minúsculas partículas esparcidas en el aire y desaparecer. Realmente no sabía qué hacer o decir - esto de las relaciones interpersonales nunca fue lo mío - aunque recordaba con un pseudoestupor lo sucedido la noche pasada. Por momentos emergían de mi cabeza pequeños flashes intermitentes y fugaces. La oí respirar más cerca, quizás, a mis espaldas. Supuse que ya no había forma de escapar, o por lo menos, sin que me viera. Al darme vuelta, allí estaba, parada e inanimada como la noche anterior. De un momento a otro sonrió. Levaba puesta mi camisa, lo que me pareció totalmente ridículo, una especie de cliché de aquellas típicas películas románticas estadounidenses. Cuando estuvo por hablar, me adelanté.
- ¿Y tu ropa? No es necesario que andes usando la mía.
Apenas dejé correr aquellas palabras me di cuenta que había sido un tanto grosero pero, al fin y al cabo, el hecho de que otra persona use mi ropa realmente me disgusta. Los hermanos, por ejemplo, se dan el lujo de hacer esas cosas y, sin consulta previa, me resulta detestable. Sin más, le di la espalda otra vez, no quería mirarla esperando que llorase o cualquiera de aquellas escenas patéticas que tienen las mujeres. Suele despedazarme el sólo verlas, aún más, sabiendo que he sido yo el causante de aquél malestar. Suavemente, escuché el susurro de la tela rozando sus dedos. Sólo eso, los dedos de su pequeña mano soltando uno a uno los botones, profunda y lentamente. Volteé nuevamente hacia donde ella estaba y volví a verla completamente desnuda mientras dejaba caer la camisa sobre la cama. En su cara seguía presente la sonrisa, esta vez un tanto más seductora. Totalmente serena, se dirigió al baño. De repente escuché que giraba el grifo y, en el segundo inmediatamente posterior, el agua chocar contra el suelo de la ducha. Me acerqué entonces hasta allí y, simplemente, entré.




Harriet M. Welsch.