Por Juan Carlos Carroña.
Condensada entre los algodones húmedos del cielo
Salta del nido en manadas millonarias
Son los millones que invierte Dios en limpiar la cara de esta ciudad
A mitad de viaje transpira los colores que unen al horizonte
Siete colectivos atraviesan el arco de tus ojos salpicando las plumas grises del viento.
Ella, deshidratada e incolora se abraza al clima
Llega hasta mi vidrio cansada, aplastada entre mi viaje y el suyo
Me obliga a bajar la velocidad
Se retuerce, se esfuerza y gatea hasta el borde
Desde ahí me despide con un salto mortal de lluvia que disuelve el pavimento
Mi auto se precipita, ciego sobre un espejo con marco de acero
Donde solo se refleja la muerte.
No sabemos como llegaste aquí, ni lo que estas buscando, pero esto es con lo que te vas a encontrar
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lunes, 15 de febrero de 2010
martes, 9 de febrero de 2010
Aunque no lo quiera
Por Estanislao "tano" Porta.
Te esperé mientras te cambiabas. Me senté en el sillón, como me ofreciste y agarré el libro que estaba en el apoyabrazos derecho. No podía pensar mucho en ese momento, pero me acuerdo cierto volumen de Haroldo Conti, el sabor a nostalgia del tío Agustín con sus piernas flacas. Sabía por experiencia que no te estabas cambiando. Que en realidad me estabas diciendo algo, sin hablarme o mirarme, mientras desde tu pieza hablabas por teléfono. Yo sabía que el día no había sido bueno, y no tenía nada para ocultarte. Tijeras, y vidrios rotos sobre la mesa me hicieron preguntar si ya te habrías quedado sin vasos, o sin tijeras. “En quince minutos partimos” dijiste después de abrir la puerta y besarme. Busqué en el índice del libro de Conti algo que me explicara lo que pasaba, una referencia. Nada. Miré la hora y habían pasado cinco minutos de los quince que había anunciado tu boca pálida cuando nos saludamos. La había querido seguir besando pero no pude, porque se cerró y se abrió de nuevo solamente para pronunciar esas palabras “en quince minutos partimos”. Debería haberme dado cuenta que nada era verdad cuando vi el reloj de pared. Escuché tu voz de lejos respondiéndole a alguien en el teléfono. Conté elefantes y repasé mentalmente todo mi árbol genealógico, empezando por los César Fierro. Una playa dulce, que me quemaba me vino a la memoria. Todos somos esas olas impermeables, infatigables, que chocan y van desgastando la playa como ángeles. Acariciando de a lengüetazos el sol que se amontona en la arena dorada. Haciendo un nudo de palabras y de signos de puntuación tu discurso bélico. Durmiendo las emociones que me aprietan hasta que terminan por ganarme y envolverme como en un capullo. Y así despacio me fue ganando el cansancio de tu sillón, mientras sentía tus latidos entre mis dedos. Quince minutos habías dicho. Vi manecillas de un reloj que marcaba colores y vi escenas de aguas danzantes y remolinos para arriba. Sentí gusto a vino en el paladar cuando escuché tu grito desde dos fuentes sonoras distintas y te pregunté que pasaba. Sentí mi voz metálica a través del altoparlante de un teléfono preguntando que pasaba y grité espantado cuando vi en mi mano derecha el aparato con tu nombre en la pantalla. Corrí hasta tu pieza, te vi acostada, tu teléfono todavía brillando, tu cuello casi latiendo, los ojos cerrados del todo. Supe que no dormías. Quise entender que quince minutos no significaban nada, y lo eran todo. Quince minutos eran en realidad catorce, eran infinitos. Sólo cuando vi la sangre escurriéndose por los dedos de mi mano izquierda pude volver a sentarme en el sillón a esperarte.
* De la pieza del fondo del Exceso: si te gusto esta montaña rusa de palabras entra en http://apenasfelices.blogspot.com/ para darte cuenta de q la tormenta no es solo una.
Te esperé mientras te cambiabas. Me senté en el sillón, como me ofreciste y agarré el libro que estaba en el apoyabrazos derecho. No podía pensar mucho en ese momento, pero me acuerdo cierto volumen de Haroldo Conti, el sabor a nostalgia del tío Agustín con sus piernas flacas. Sabía por experiencia que no te estabas cambiando. Que en realidad me estabas diciendo algo, sin hablarme o mirarme, mientras desde tu pieza hablabas por teléfono. Yo sabía que el día no había sido bueno, y no tenía nada para ocultarte. Tijeras, y vidrios rotos sobre la mesa me hicieron preguntar si ya te habrías quedado sin vasos, o sin tijeras. “En quince minutos partimos” dijiste después de abrir la puerta y besarme. Busqué en el índice del libro de Conti algo que me explicara lo que pasaba, una referencia. Nada. Miré la hora y habían pasado cinco minutos de los quince que había anunciado tu boca pálida cuando nos saludamos. La había querido seguir besando pero no pude, porque se cerró y se abrió de nuevo solamente para pronunciar esas palabras “en quince minutos partimos”. Debería haberme dado cuenta que nada era verdad cuando vi el reloj de pared. Escuché tu voz de lejos respondiéndole a alguien en el teléfono. Conté elefantes y repasé mentalmente todo mi árbol genealógico, empezando por los César Fierro. Una playa dulce, que me quemaba me vino a la memoria. Todos somos esas olas impermeables, infatigables, que chocan y van desgastando la playa como ángeles. Acariciando de a lengüetazos el sol que se amontona en la arena dorada. Haciendo un nudo de palabras y de signos de puntuación tu discurso bélico. Durmiendo las emociones que me aprietan hasta que terminan por ganarme y envolverme como en un capullo. Y así despacio me fue ganando el cansancio de tu sillón, mientras sentía tus latidos entre mis dedos. Quince minutos habías dicho. Vi manecillas de un reloj que marcaba colores y vi escenas de aguas danzantes y remolinos para arriba. Sentí gusto a vino en el paladar cuando escuché tu grito desde dos fuentes sonoras distintas y te pregunté que pasaba. Sentí mi voz metálica a través del altoparlante de un teléfono preguntando que pasaba y grité espantado cuando vi en mi mano derecha el aparato con tu nombre en la pantalla. Corrí hasta tu pieza, te vi acostada, tu teléfono todavía brillando, tu cuello casi latiendo, los ojos cerrados del todo. Supe que no dormías. Quise entender que quince minutos no significaban nada, y lo eran todo. Quince minutos eran en realidad catorce, eran infinitos. Sólo cuando vi la sangre escurriéndose por los dedos de mi mano izquierda pude volver a sentarme en el sillón a esperarte.
* De la pieza del fondo del Exceso: si te gusto esta montaña rusa de palabras entra en http://apenasfelices.blogspot.com/ para darte cuenta de q la tormenta no es solo una.
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